miércoles, 7 de marzo de 2018

SÁBADO POR LA TARDE




 

Como todos los sábados, tomó un tren para ir a la ciudad de M.

Se dirigía a esta ciudad siguiendo la conocida recomendación baudeleriana de “darse un baño de multitudes”, es decir,  dejarse llevar por el fatalista juego de confundirse con la masa, sumiendo su singularidad en la fluyente mediocridad de la turbamulta urbanita, eludiendo así, cierta responsabilidad, la que en realidad le correspondía a su genio, ese genio que por una mezcla de pudor y pereza, tanto le costaba encarnar. No es que se hubiera unido al enemigo, sino que tan solo por unos instantes, la tarde de los sábados, se permitía el riesgoso lujo de no ser nadie, de confundirse con cualquiera, de ser uno más de aquel montón de consumidores frenéticos con los que no tenía nada que ver y cuya máxima aspiración era revolotear ante las exposiciones de  pantallas de plasma o los cajones de ropa rebajada. Era una suerte de asueto que se daba a sí mismo: era tan dulce descansar de su individualidad protestataria apoyando el costado en otros costados blandos y móviles y que los cuerpos de esos otros te llevaran, dándote muelles empujoncitos  por las calles relucientes tras la lluvia, divisando escaparates y kioscos bajo los letreros de neón, hacia los centros comerciales, promiscuo destino de la masa total, culminación orgásmica del viaje urbano en la eclosión disparatada de las mercancías.

Mercancías…

Había otro término, también relacionado con la jerga marxista, usado audazmente por Walter Benjamin y que gravitaba sobre sus fantasías como si su hallazgo ejerciera de compensación de fondo  a sus deambuleos de los fines de semana. El flaneûr, aquel personaje anónimo que se mueve por los centros y periferias de la grandes ciudades  expelido por la acción de la masa, residuo concreto del desamparo urbano, era una patética evocación en sus juegos interiores que quizá, en último término, pretendía justificar que adultos como él  surcaran sin objeto calles y avenidas, divertidos al contemplarse reflejados en los escaparates de las tiendas o examinando bloques en ruinas en algún descampado.




Pero había una diferencia,  él no era un flaneûr, y a pesar de lo evidente,  como mejor lo podía demostrar era, precisamente, los sábados por la tarde, durante su periplo urbano. Si el flaneûr erraba por las calles por no tener otra cosa que hacer, al ser un desclasado o un parado, él, con el tiempo y sin proponérselo había convertido su callejeo sabatil en una práctica estética y meditativa, dotando a sus itinerarios de un simbolismo súbito que se resistía a analizar. Lo que “sentía” los sábados por la tarde andando por las calles de M. no lo experimentaba cualquier otro día, era una percepción especial, una inmersión en la atmósfera específica de ese día en el que el tiempo no revelaba nada sino que se destilaba de otro modo en sus elaboraciones oníricas. Se podía decir que hacía un poco como las figuras que aparecen en los grabados de Piranesi, moviéndose lenta y admirativamente alrededor de grandes construcciones desgajadas en moles barrocas: merodear en torno a la obra del tiempo, perderse en sus meandros.

Resultaba curioso observar que buscando el más absoluto mimetismo, ese voluntario dejarse arrastrar por el gentío fusionándose con las sombras urbanas, había adquirido la forma de una expedición, de un viaje por el laberinto.  

El itinerario que llevaba en aquella ciudad los sábados por la tarde se marcaba azarosamente y siempre producía hallazgos o sorpresas. Cambiar de ciudad el sábado por la tarde significaba el no emprender meramente un trayecto paralelo, aunque de mayor dimensión espacial, al que ya practicaba en su ciudad natal. Además de disponer simplemente de otro espacio distinto al cotidiano, lo que teñía de libertad y de novedad controlada sus viajes secretos al aura del tiempo radicaba, precisamente, en olvidar por un rato la vida que llevaba en “su lugar de origen”, imaginarse no tanto otro sino naciendo a una trémula verdad, la que tenía que ver con su presunta implicación artística y el tipo de testimonio que pretendía o soñaba materializar.




 Visitar exposiciones no era meramente adornar el viaje anónimo a una ciudad semiextraña con  una excusa noble, era cumplimentar una intención poética de visitar mundos con la que pretendía dignificar sus voluntarias desorientaciones en la urbe. Si por unos momentos él desaparecía de la vida durante su chapuzón en la urbe, que al menos su desaparición temporal, le surtiera de ilustraciones sorpresivas, que su discurrir por calles, centros y cafeterías, fueran el ramaje de una serie de fenómenos que al ser percibidos le convencieran de la multiplicidad de lo real y de las posibilidades de una aventura.

La ciudad y sus calles eran, de este modo sucinto como expositores de realidades a disposición del caminante. La constitución dinámica de la realidad era algo que él se imponía experimentar en ese día y en aquella ciudad. Se acordaba de contextos semejantes, de lo que la ciudad y lo urbano habían significado para las primeras vanguardias plásticas y literarias, para la fotografía. Evocaba a la Nadja bretoniana, al vagabundo alucinado de Aragon. Le bastaba la mirada ambigua o sorprendida de alguna paseante para ilusionarse con romances absurdos, el cielo de la tarde cayendo sobre la estación del ferrocarril para atomizarse en ensoñaciones místicas, los resplandores huidizos en paredes desconchadas para alucinar. En algunos puntos de los muros destinados a la publicidad donde se habían acumulado como en un puzzle enloquecido, montones de fragmentos de carteles sentía la melancólica herida del tiempo: eran como agujeros negros que se tragaran voces, colores y apariencias en un flujo único. Sólo las tardes de los sábados todas aquellas sensaciones y pensamientos no le parecían banales, lo veía acontecer.      

Si el flaneûr era alguien destinado a no conocer su lugar en la historia, alguien extraño a los acontecimientos, a él le gustaba jugar a sumirse en esa pérdida representacional que revertía en mil imágenes de deliciosa desolación urbana, asemejarse por unos instantes a la figura ambulante del flaneûr, con la ventaja de ser bien consciente de que todo era un juego, un coqueteo teatral con el que sondeaba el abismo y el entusiasmo de los procesos históricos.  




Atravesando el puente ubicado en el centro de la ciudad, sobre aquel río de mediano encanto portador de verdosas aguas decidió dirigirse a su sala preferida, la que había resistido el avance de la crisis y que desde su cobertura municipal se podía permitir el lujo de abrir sus puertas y gastar luz un día de fiesta, arriesgándose a no recibir un público precisamente masivo.
Al acercarse a la puerta sintió tristeza. Se acordó de la época, finales de los ochenta y toda la década de los noventa, en que la oferta artística de la ciudad era notable, y esta gran sala no eclipsaba a las demás con sus exposiciones, sino que era una más en el estupendo abanico plástico que aquellos años de bonanza propiciaban. Al menos, esta se mantiene un sábado por la tarde, se dijo, agradeciendo remotamente que por inercia institucional, el que esta sala permaneciera abierta se convirtiese en un gesto de clemencia que oblicuamente beneficiara su soledad.

Entró. Habían reformado ligeramente la entrada. Todavía le suponían una novedad las mamparas de cristal que habían colocado en el interior a modo de entrada. Naufragó un instante en esta observación. La novedad tenía ya unos cuantos años, lo que confirmaba las veces, el tiempo, el largo tiempo que llevaba viniendo, tantas que había consagrado en su memoria el aspecto primitivo de la entrada intentando engañarse un poco a sí mismo.

El tiempo que venía refugiándose en esta ciudad era tanto que ya no asumía que habían pasado décadas sin que nada de verdad importante cambiase ni en sus trayectos ni en su vida. Aquello era, supuestamente, un escándalo, denotaba, independientemente de la excentricidad de un rito, un aislamiento aplastante, una persistencia insólita. Sentía que algo muy grave que a nadie dañaba salvo a sí mismo, se había producido en el ámbito más íntimo pero no por ello invisible a los demás y se abandonaba mórbidamente a ese fatalismo. Las calles de la ciudad eran extensiones pegajosas de ese abandono, el fragor urbano le sumía en una comunión obscena en la que poder diluir su miseria en el anonimato.

“Todos saben de mi extravío pero no me dicen nada”, y esto le humillaba todavía más que el hecho de constatar no ser nadie.

Pero la idea del presocrático Heráclito jugaba a favor todavía de esta excentricidad viajera y casi insomne: cada día era un día nuevo, cada día era irrepetible, todo fluía, por ello cada sábado era como el primero, un nuevo sábado.

Respiró dando gracias a que una concepción filosófica pudiera despejar con legítimo éxito unas consideraciones psicológicas deprimentes. Se sintió libre. A fin de cuentas, ¿no venía aquí todos los sábados por la tarde cambiando de ambiente, huyendo de su ciudad natal en la que desfallecería si no tuviera más remedio que permanecer en ella un día tan especial?




Se sentía guarecido por el tiempo, por la  cantidad de tiempo que se renovaba y manaba virginalmente cada sábado, pero también temía que ese tiempo pudiera condenarlo si la realidad de la que se desentendía, ese día a día convertido en un fantasma, entregado gratuitamente a lecturas sin fin de obras filosóficas y filológicos, y dependiendo económicamente de unos padres cuasi milagrosamente longevos, se echara sobre él exigiendo una dilucidación personal, un compromiso con algo.

En el tiempo me interno, en el tiempo fluctúo, se dijo. Y una ocasión de sortear lúcidamente el tiempo era entrando en aquella exposición, oponer a las horas los compartimentos estancos de las imágenes.

Saludó a la chica que estaba en recepción, junto a los catálogos. Como en tantas otras ocasiones, sensación de fugaz humillación, como si aquella chica fuera una especie de policía que le dejara pasar gracias a cierta mínima piedad. Se acordó de aquel apunte de Alejandra Pizarnik en su diario: la incomodidad ante las preguntas del librero que no le dejaba buscar en paz y con libertad el libro que fortuitamente apareciera en su rastreo.

Por un instante temió que la exposición no pudiera interesarle, pero al comprobar que no conocía el nombre del artista, entró sin miedo, seguro de que aquello era un buen signo. 

Decidió olvidarse de todo ojo vigilante y empezó el viaje a ras de imagen.

La exposición constaba de una serie de variaciones sobre motivos arquitectónicos. La mayoría eran representaciones al óleo de interiores, rellanos, escaleras, pasillos, salas monumentales que insinuaban fragmentos de un laberinto, recintos de un edificio mayor.

El tono nada emotivo de las pinturas, la escasez de figuras humanas, la monótona y austera  espaciosidad, multiplicaban la sensación de soledad, una soledad habitada solo por las soledades que lienzos y estancias multiplicaban, y en donde podía sentirse  la tácita llamada a que tales soledades fueran tomadas, recorridas por la mirada, el único inquilino posible en estos paisajes. Ante estos espacios la mirada no se ceñía, meramente, a la delineación de vectores y conexiones, no articulaba geometrías definiendo la ubicación elemental de los espacios sino que tendía a convertirse en una operación mayor de iluminativa recepción sin acontecimiento; debía ser, en suma, una toma de conciencia de aquellas rotundidades espaciales no exentas de cierta hostilidad y cuyo dato menor fuese que habían sido obras del hombre. Estaban ahí desde siempre.

Algunas de las salas representadas con piscinas en el centro y flanqueadas por esbeltas columnatas, le hicieron pensar en Pompeya, en versiones modernas de espacios clásicos. Comenzó a sentir una vibración deliciosa y subrepticia que venía de algún punto lejano y que pretendía atravesar el eje de su cuerpo. Comenzaba el viaje, el desplazamiento poético.

Casi podría decirse que la conformación de los recintos obligaba a la mirada a aceptar las prolongaciones cúbicas y rectangulares como el reino patético y soberbio de la soledad divinizada.   

Al ir recorriendo las piezas, tuvo la sensación de que todas aquella salas, -  frigidarium, escalinatas, termas, patios, caldarium, - eran partes concretas de un organismo invisible, el repertorio de la puesta en escena de una sola idea: el aislamiento como hábitat.

Se acordó de la serie de grabados llamados Antigüedades romanas de Piranesi. ¿Existiría algún artista que se hubiera dedicado a recrear los interiores de los edificios fantásticos exhibidos en las Antigüedades?




Examinando la sucesión de galerías y balaustradas, de  anchas salas y gélidas piscinas, experimentó cierto pesar mezclado con una agradable sensación de cuasi blanda reclusión. El abandono que sugerían parecía tener un aire definitivo. La intención de aquella representación no era meramente arquitectónica: había algo que se añadía a la mera exposición de las formas.

Toda representación lleva consigo también una protesta, un más o menos tácito conjunto de observaciones y demandas. Aquí la funcionalidad de los espacios se convertía en una alusión sutil, las geometrías danzaban en quietud forzando a la mirada al delineamiento de un sentido hiperfísico, de una ubicación que era tanto aprisionamiento como revelación de un lugar.

Lo que para los cuerpos era un lugar de paso, de higiene o de relax, creaba otra significación adosada a estas para el alma, insinuaba una suerte de destino. La confirmación de ello le vino cuando en su recorrido alcanzó una de las últimas piezas. Representaba un largo pasillo abovedado con aberturas en uno solo de los lados. En medio de este pasillo solitario y lúgubre si no fuera por la entrada de la luz, se encontraba un sillón que también podría pasar por un antiguo balancín. El título no le gustó: la espera. Demasiado evidente. Pero, por otro lado, muy sugestivo. ¿Quién espera a quién? ¿El balancín a un cuerpo cualquiera, el tiempo a uno más de sus predestinados opositores humanos?

Cuando se detuvo ante la pintura, hizo un gesto de afirmación para sí mismo. Claro. Ahí estaba él, sentado en su balancín, escuchando música horas enteras, fuera del mundo.




¿Cómo es que volvía a pasar, cómo es que, apenas deslizado el nudo de la tarde, algo más que un signo, un signo bien elocuente, volvía a hablarle de sí mismo, es decir, fuera de su hogar y fuera de su ciudad? Cómo es que la sincronía de los elementos apuntaba a una realidad íntima, describiéndola y ubicándola con exactitud, aunque aquella “ubicación” fuera imaginaria y su exactitud fuera insoportable y fascinadora.

No estaba triste, al contrario, exultaba secretamente. La pintura en cuestión estaba ahí, innegable, como enviada por cierta clarividencia. El azar había acertado de nuevo. Él estaba ante la pintura, contemplando el lugar de sus paraísos artificiales, algo más y algo menos que una metáfora de su existir, porque si había “hecho” algo en su vida eso había sido mecerse y escuchar música encerrado en su habitación. Solo la lectura iba inmediatamente después de estas prácticas narcisistas, remedos sublimados de la vida intrauterina: mecerse y escuchar música.

Le vino a la cabeza aquel verso de César Vallejo, considerado por algunos como el más estremecedor jamás escrito: “Se me ha muerto la eternidad y estoy velándola”. Supuso que era una más de las maldiciones falsas que su pensamiento le enviaba en aquel desdoblamiento interno que de modo regular le asaltaba y le torturaba. Demasiado patético y trascendente se dijo, para una práctica tan esquiva como aquella de perderse en la masa, entre los reflejos de los coches y las luces de la ciudad, con el pretexto de integrarse en una energía indistinta e imparable.

Permanecía ante el cuadro. Se sumía en un placer mórbido. Pero intentó no dejarse atrapar por ningún supuesto mensaje del cosmos. Intentó disfrutar de la pintura evitando alusiones a sus propias circunstancias. Quiso disfrutar, descifrar la pintura de otro modo. En el caso de imaginar un destinatario de la pintura, la alusión al confort que esgrimía el sillón, era difícilmente sustituible. “La obviedad de la imagen no debiera confundirse con mi situación”, se dijo.

Qué simbolizaba un pasillo, qué la larga bóveda, qué la relación insólita entre un sillón y aquel lugar desolado. Se adentraba en el absoluto concreto de la representación. No es que el espacio posible se hubiera replegado súbitamente a este confín, pero sí que esta localización lo era de lo posible. El exterior, seguramente, se extendía de modo inimaginable, precisamente el estatismo de la imagen hacía suponer por contraste, un exterior hecho de anfractuosidades y desfiladeros sin fin. Pero también esta quietud era vertiginosa y su perspectiva indicaba el devenir de una realización, la ejecución de algo. Se invocaba una presencia y la existencia sola del decorado que debía acoger a esa presencia que quizá no aparecería nunca, confirmaba la condenación de ese espacio y la desolación de esa evocación aturdida por su eco.  

Aquí nos movíamos en lugares artificiales de poder, lugares de fragmentación del tiempo, de adensamiento y concentración de las sensaciones y del pensamiento. Espacios exclusivos para la ejecución de los ritos corporales convertidos, sutilmente transformados en destinos límbicos del espíritu. Lugares fríos para la limpieza de la mente que también eran casa de almas sin nada que declarar en las fronteras sagradas del espacio. Porque allí una tranquila nada sustituía, perfectamente calculada por el geometrismo arquitectónico, a otros horrores más activos, a otras desesperaciones.

La exposición era, en suma, una muestra del momento en que los interiores arquitectónicos se repliegan sobre sí mismos independizándose del resto y obligando al sujeto allí confinado a una suerte de desencarnación temporal, convirtiendo su calmo aislamiento en una consagración profana.

Cuando uno se obstina en ir por el camino equivocado los signos no hacen sino brotar en torno. Ése era su pensamiento, considerando el alcance moral de aquella pintura del pasillo y del balancín. Se dijo puerilmente: como el artista no me conoce, está claro que su mensaje, en esta obra en concreto, es otro. Pero aun así, si solo consideráramos la pintura en su estricta fascinación surreal a lo Chirico, el abanico de lo polisémico siempre rondaría la obra, la denotación podría derramarse en lecturas personales según las angustias del espectador, y podría conceptuarse a todo artista, independientemente de sus militancias e ideologías como el cómplice más lúcido del tiempo y de la vida.

Terminó de ver la exposición, compró el catálogo, comprobando para su desolación y ternura que la chica del mostrador era una chiquilla y salió fuera. De inmediato, al poner un pie en la calle, se fulminó el silencio y la concentración, filas de automóviles le ametrallaron con sus luces y su ruido. Miró frente a sí y tomó aire. Venciendo la pereza decidió incorporarse al movimiento externo, dejarse llevar y continuar con su itinerario.  

Consultar el arte nunca nos deja insatisfechos si uno sabe elegir su autor y su obra. De esto tendría que aprender algo que fuera más allá de la observación psicológica. ¿Era la mecánica de los sábados, la sola casualidad lo que le había colocado frente a una imagen que de nuevo y con el lenguaje de la esfinge le había hablado? Pues estaba claro que a quien esperaba ese balancín al fondo de un pasillo gótico fuera del tiempo y de la vida era a él.

En estas disquisiciones espirales se encontraba cuando logró adquirir un brío más continuado por la calle. Aproximándose al puente, se mezcló con un grupo de personas que bajaba hacia la avenida. Brechas de oro se derramaban sobre la masa agónica y violeta del cielo. Entonces, desapareció.

 

 
(Cuadros de Esteban Bernal)

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