lunes, 19 de junio de 2017

REIVINDICACIÓN DE BARTHES.


 
 
 
 
 

Estoy leyendo estos últimos días el último libro publicado – creo – por Felix de Azúa, Nuevas lecturas compulsivas. El volumen es una delicia y consta de los artículos y reseñas que el escritor ha publicado en el nuevo milenio, durante los últimos 14 ó 16 años. Pensaba comentarlo más adelante en este blog blogista pero me he topado con una alusión a Barthes, autor que he frecuentado con gusto y que, salvo los libros Racine, S/Z y Sistema de la moda, he leído íntegramente, y no puedo sino exponer, brevemente, un par de matices sobre su figura, o mas bien, sobre su obra con la intención de atemperar el amistoso golpe que le propina el escritor español.  






A propósito de una crítica social más extensa, Azúa incluye a Barthes en la constelación de autores que en su época alcanzaron status de oráculos vivientes de la cultura y cuyas “revelaciones”- juicios y obras -  fueron aceptadas y creídas a pies y juntillas sin el más mínimo asomo de cuestionamiento. Azúa, al releer muchos años después de su primer encuentro  la obra El placer del texto,  se sorprende de las gratuitas divagaciones que lo surcan y del grado de credulidad que hasta el momento han gozado las elaboradas naderías que Barthes expone con un pegajoso estilo poético. La sorpresa de Azúa llega al escándalo al considerar cómo durante tanto tiempo, las obras o algunas de las teorías de autores como Barthes han disfrutado del respeto sacralizador de lectores y críticos.  Lo que implican las palabras de Azúa es que la actualización crítica de alguna de las obras pertenecientes al orbe intelectual galo, que tanto influyeron en  generaciones anteriores de estudiantes, despojadas, hoy, de los vericuetos estilísticos y de su poder teórico-hipnótico,  quedan reducidas casi a un mero magma logorreico bastante prescindible.

Acepto estas consideraciones y tiene razón en lo que expone, pero lamento que el cordero para el sacrificio haya sido, precisamente, Barthes, que no ejerció de gurú doctrinario aunque  la prensa lo convirtiera en ello y cuyo talante intelectual ha sido siempre mundano: los signos que debemos analizar están en la literatura pero también se reparten generosamente por el mundo de los objetos, los fenómenos y las civilizaciones.    

Roland Barthes es el menos categórico y el más escritor de los semiólogos de su época. Es más, yo diría que es un ensayista que se sirvió anecdóticamente de la semiótica para analizar con incisiva lógica la realidad. Me sorprende que en la época de Azúa se estudiase a Barthes con cierta solemnidad porque, que yo sepa, Barthes no tiene una teoría implacablemente ensamblada sino un conjunto de sagaces observaciones que se amparan en conceptos que él inventa o crea. A mi modo de ver, Barthes es un productor lúdico de teoría, no un definidor de sistemas. El propio Barthes descreía del carácter científico de la semiótica, y lo dijo más de una vez. La razón es obvia: con el tiempo, el abanico de alusiones que compone el significado de los signos, cambia.

¿Qué es lo que puede irritar o no interesar en absoluto de su obra a los estudiantes de hoy? Algunas derivas inercialmente concéntricas de su análisis estructural del relato y el uso canónico de la jerga psicoanalítica, terminología que conoció un fervoroso uso en los sesenta y setenta, y que ahora resulta una antigualla difícilmente digerible.

¿Qué es lo que puede resultar interesante de la obra de Barthes hoy tanto al estudiante como al lector aficionado? El Barthes más interesante es el que de un modo relajado y preciso analiza cosas concretas. En Mitologías realiza un examen de la sociedad europea de finales de los cincuenta y principios de los sesenta en sus más diversos aspectos: cine, literatura, modas, hábitos sociales, etc. En otro libro, y a través de citas filosóficas y literarias, estudia las diversas tesituras que componen las relaciones amorosas, articulando un texto muy original (Fragmentos de un discurso amoroso). En El imperio de los signos, que conoce continuas reediciones, Barthes viaja a Japón y nos cuenta cómo es aquel universo, aplicando a las creencias,  fiestas, gastronomía o atuendos de este país, el preciso visor semiótico. En La cámara lúcida, libro de cabecera de los estudiantes de arte en la rama de fotografía, Barthes enuncia una sencilla pero eficaz teoría sobre la composición de la imagen fotográfica y se dedica a analizar escueta pero suculentamente fotografías antiguas y modernas de los más diversos autores. El resultado es uno de esos libros híbridos fascinantes, de género indefinido, - me hace recordar, por su originalidad, El mono gramático de Octavio Paz, aunque sean distintos - con reflejos autobiográficos importantes que navega entre la poesía y la especulación filosófica derivada explícitamente del visionamiento de imágenes fotográficas.

Los artículos y seminarios de Barthes también resultan plenamente atractivos a un lector actual: son pequeños hervideros temáticos repletos de observaciones interesantes: la obra de Proust, la significación del retiro y la jubilación, el haikú, la obra de Verne, la escritura de diarios, reflexiones sobre obras pictóricas antiguas y modernas, sobre la música, etc..

En fin, que si evitamos el debate puramente teórico de sus ensayos y nos fijamos en los trabajos que analizan más las cosas cotidianas y la literatura,   la novela de la vida, en suma, (las obras que he citado) la ligerezas que Azúa denunciara, forman parte del viaje analítico de placer que Barthes, legítimamente, nos procura.    

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