jueves, 4 de febrero de 2016

RECORRER RUINAS. HENRY JAMES Y EMILIO CASTELAR EN ITALIA.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Finalmente, qué simbolismo se desprende de recorrer las ruinas de una civilización:  ¿el tiempo nos ofrece gratuitamente sus parques temáticos para que nos fascinemos con lo que no existe y nos sumamos en ese goce morboso, o para que extraigamos alguna reflexión ejemplar sobre el destino que a todo ente, a toda forma le espera? A pesar de la constatación de la fatalidad, del imperio supremo del tiempo sobre todo - “nadie puede contra el tiempo”, decía estremecida Leonora Carrington en una entrevista – la fascinación y el disfrute se imponen a cualquier ahogo dramático. Todo lo que una civilización ha creado, toda la riqueza que ha supuesto su extensión en las geografías, trasciende casi el hecho de su muerte. La ruina es signo de la grandeza que fue y motivo, por sí mismo, de la evocación de todo tiempo y de un pensamiento general sobre lo estético.

Las ruinas son como las teselas  del devastado mosaico original que han resistido el paso del tiempo. Pero esas teselas son tan impresionantes, tan henchidas de significación e historia que bastan por sí solas para estimular la imaginación del viajero/lector que pretenda recuperar o reescribir el mosaico primero, el texto originario. Basta con la presencia de las ruinas para que esa imaginación fascinada- doble escrutamiento – restaure el resto de las piezas.

En este caso tenemos dos viajeros muy dotados en ese verbo escrutador: Emilio CastelarHenry James. Del escritor norteamericano esperamos un balance generoso en detalles y percepciones; el político español nos deparará la imagen global y pletórica de un viaje iluminador.

Fascinante resulta imaginar esa masa de notas, de información sobre un mismo lugar pero urdida por dos mentes distintas, fluyendo por el espacio textual, convirtiéndose ella misma en  hito temporal de un sentir, de un interpretar.   

Todo  texto que relata un viaje se traduce en racimos de imágenes y adjetivos. Trazos anecdóticos, exposición de impresiones y excursiones más o menos súbitas a la memoria profunda, coronarían el grueso técnico de esa narración de fenómenos que definiríamos con el nombre de viaje. Lo que resulta aquí tan interesante es que a través del acendrado testimonio de dos autores se nos facilita una doble imagen de la Roma antigua, dos semblantes que retratan, claro está,  la idiosincrasia de sus redactores y que, si no paralelos, sí devienen fuentes complementarias de un mismo universo semántico.   

Recorrer ruinas es recorrer un laberinto de confines. La gracia reside en el distinto percance valorativo que protagoniza el ánimo y el interés de cada uno de nuestros “informantes” alrededor de esas ruinas.

El texto de Castelar ha sido un pequeño descubrimiento y como creación literaria,  una sorpresiva delicia para la lectura. Castelar aplica sus famosas dotes retóricas como orador en un equilibrado ejercicio escrito de reflexión y brillante explotación metafórica. La esplendidez de los restos romanos son un recordatorio histórico extraordinario y su conjunto, una incógnita estética. Podríamos decir que,  someramente, Roma y sus inmediaciones suponen una fuente de enjundiosas imágenes. Lo que hace Castelar es, a través de un dinámico estilo irrigado de recursos y potenciado por  un sopesamiento  crítico, realizar una contextualización de todo ese espectacular conjunto. Despliega emotivas descripciones echando mano de esa destreza poética, trazando redondos marcos de exquisita y precisa sugerencia. Pero no se trata de mero descriptivismo lo que Castelar persigue: tales imágenes – desde las ruinas romanas más colosales, pasando por los tesoros plásticos y arquitectónicos del Vaticano, Florencia, Pisa y Venecia – están insertas  en un espacio concreto cuya rica trama nuestro político escritor  refleja  ante el nuevo panorama político y humano que supone la modernidad y que protagonizan los movimientos sociales.

Castelar dosifica con eficacia su don de palabra para comunicarnos el cariz de la imagen que pretende referirnos e introducirnos en su ámbito: Roma es la ciudad de las tristezas eternas. Sus cipreses murmuran una elegía.  

Creo que si identificáramos el texto de Castelar con el orbe estético del movimiento simbolista o modernista, no resultaría nada extraño. Independientemente del precipitado metafórico que tan brillantemente distribuye, las evocaciones finales de Castelar se tiñen de cierto misticismo estético, no por asunciones retóricas, sino porque el gran arte, en un ámbito de revoluciones y cambios,  era la religión profana del momento. Sembrada de largos párrafos sin desperdicio, verdaderos poemas en prosa, creo si Recuerdos de Italia hubiera sido escrita en inglés o francés sería considerada una pequeña obra maestra.    

El texto de Henry James al estar más libre de tensión lírica, conecta con más facilidad con  el lector actual. El interés del escritor norteamericano   se suma a su extrañeza ante lo que visiona,  - un protestante visitando el paraíso católico de las formas - de tal modo que ambos lineamientos convergen en un solo vector que nos comunica con idéntica pasión tanto la belleza que reconoce como la singularidad del paisaje extranjero por el que evoluciona. Su informe, pues,  lo es de extrañezas y admiración estéticas.  

James aplica su lupa escrupulosa a todo conjunto y rincón, confesándonos su gusto alucinado por texturas de paredes, patios, umbrales, interiores oscuros, corrales o destartalados lugares abandonados.  Y aunque resulta más distante que Castelar, no se olvida de disfrutar: todo ese acopio de minucias junto a su referencias de los grandes objetivos turísticos, definen su indistinción contemplativa ante los itinerarios comunes y los decididamente  marginales o azarosos. Escoge la figura del paseante solitario, y emprende excursiones no programadas por callejuelas y plazas, iglesias y caminos, dejándose perder , de vez en cuando por el centro urbano y sus afueras.

La diferencia con Castelar estriba ahí: mientras el político español se dirige frontalmente a ciudades y monumentos, al legado histórico interrogándose por su razón de ser actual, Henry James es un flaneûr dotado de un poderoso y acendrado registro que, algo más despreocupadamente, se  abandona con fruición  por el laberinto urbano de la gran ciudad y por las brumosas lindes de la periferia a la búsqueda del detalle raro y ensoñador.

La oblicuidad con respecto a las evocaciones de Castelar se demuestra cuando James nos revela su interés por el proceso de la emergencia de la ruina al confesarnos que el más óptimo modo de saborear la esencia romana es retozar en torno a los cercos de los yacimientos arqueológicos. Efectivamente, lo yacimientos van sacando a la luz el entramado espectral de la Roma que dejó de existir, son el enigma del pasado para los receptores del presente que deberán dirimir qué estatus filosófico, histórico o estético encarnarán las futuras ruinas, pero sabemos que las ruinas son concepto moderno, motivo de embriaguez romántica, y que Roma es más que sus ruinas, cuita que embargaba a Castelar en su periplo italiano, quien, visionariamente, reclama una persistencia de la cultura más allá de su diseminación física: disco inmortal del espíritu humano, que brilla eternamente entre las ruinas y los dioses, entre los pueblos que mueren y los pueblos que empiezan, entre las creencias y los dogmas, como el sol perenne entre los coros de los mundos.  

 

 

 


  

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