lunes, 16 de diciembre de 2013

DIARIO


 



Una escena de una película de serie b de principios de los sesenta titulada El cerebro: Un espectacular coche tipo Dodge, marcha por una carretera bordeada de frondosa vegetación. Me fascina esa imagen. Esta mezcla deliciosa de lujo (el coche) y de arropamiento (la naturaleza). O es quizá mera impostación de mis recuerdos de infancia, o es que esta combinación ya no es frecuente hoy en las películas. Los vehículos marchan por grandes carretas, anchas, seguras, por autopistas o por las hostiles ciudades. La seguridad, el pragmatismo aleja la caricia de la floresta. 

 



Tristísimas tardes de invierno en Orihuela. ¿Dónde está la gente, la vida, "el fulgor de la historia"? Constreñimiento, defunción de todo erotismo, lentitud melancólica de las cosas: el universo de las provincias. 

 


Me compro un volumen que recoge la correspondencia que le dirigió Cosima Wagner a Nietzsche, junto con una selección de sus diarios que hacen alusión a encuentros con el filósofo y otros documentos biográficos. Reparo en el goce que me procuran este tipo de publicaciones biográficas, en el viaje fascinador por épocas y estilos de vida y pensamiento que supone su lectura, en la comodidad que supone tener traducidos, seleccionados y conjuntados estos textos en el volumen que me espera en mi habitación, colocado sobre un montón de otros libros, al lado de la cama. Al pensar, precisamente en este último aspecto, en la comodidad,  en la cuasi lujuria con la que me voy a entregar a saborear el libro, me doy cuenta de una cosa: la condición elemental para que yo disfrute de ese libro no es, obviamente, que alguien haya protagonizado de modo irremplazable un período central de la cultura europea como lo hicieron Nietzsche o Wagner, sino que para que tales hechos se cumplieran fatal y plenamente, para que yo obtenga una imagen nítida de tal aventura en el pensamiento, en la música, en la concepción estética del mundo, ha tenido que producirse entre su acontecimiento y el lugar de mi percepción un espacio de tiempo contundente, franco. Ese tiempo entre la producción de las obras y las peripecias vitales de sus protagonistas y mi circunstancia personal marca una distribución de los seres en el tiempo y en la historia y por lo tanto, de su significación trascendente en la misma. Esto implica que en la consecución de las cosas en el mundo se producen eslabones temporales y circunstancias imposibles de franquear. Para decirlo sencillamente, para que disfrutemos de algo, es necesario que el productor de ese algo y ese algo mismo, hayan cerrado su círculo, que todo ello se haya producido y terminado en el tiempo.
Podré dialogar con las obras de los grandes artistas, pero jamás con ellos en persona. Aunque yo alcance el paraíso no podré tener cara a cara a Nietzsche. Jamás.
Todo esto significa que la muerte es necesaria, que la temporalidad marca el vaivén y determina en absoluto la tesitura de las vivencias de tales tiempos en los artistas que configuran de este modo la historia profunda del arte y del pensamiento.


 
 
 
 


Entrando en el sueño, pero estando todavía lo suficientemente despierto como para hacer un esfuerzo y levantarme y anotar lo que Hipnos me revele, sueño que medito sobre mi cuerpo, diciendo: mi cuerpo soñado puede tener un origen y otro… La expresión se refiere a la simultaneidad material y espiritual de mi cuerpo, que puedo tener o tengo un origen de los dos tipos. Como es corriente, lo percibido en sueños posee una naturaleza alucinante, vibratoria, que es imposible “traducir”. La fascinación de toda construcción intelectual onírica es su comunicarse, es decir, su modo, más que su contenido específico. Al colocar por escrito y en plena vigilia lo que uno sueña, el resultado es decepcionante, es como el pez que vemos evolucionar maravillosamente en las profundidades azuladas y que de repente, colocado en la superfice, en tierra, está muerto, inmóvil, desprovisto de gracia. La fascinación de la comunicación onítrica reside en el elemento en el cual se produce. Es esa forma, ese rumor de sibila, esa vibración, lo que busco al despertar. La frase que he logrado rescatar se convierte en un esquema demasiado simple, en una cosa plana y sin atmósfera, comparada con esa revelación de los dioses que he recibido súbitamente.
 Reparo que en el sueño mismo digo: mi cuerpo soñado. Quizá algo más grande que la consciencia o la inconscencia se exprese también a través del sueño: nuestro verdadero ser que levita momentáneamente sobre nuestras frágiles encarnaciones. 

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