domingo, 7 de abril de 2013

SUSPICACIAS SUBSAHARIANAS Y ESTADO POLICIAL


Un amigo que se está iniciando en la fotografía gracias al número casi infinito de prestaciones que ofrecen los nuevos modelos de móviles, me comentaba el otro día que, paseando por la playa, se le ocurrió tomarle una foto a un africano que tenía puesto su tenderete sobre la arena. No había nadie en los alrededores, el hombre estaba a unos veinte metros de distancia y su figura se recortaba sugestivamente sobre el horizonte marino. Sea como fuere, la cuestión es que el africano se dió cuenta y echó una carrera hasta donde se encontraba mi sorprendido amigo, exigiéndole que borrara inmediatamente la imagen porque en internet podrían localizarlo, y que no tenía derecho a grabarlo, y que si esto y lo otro... Mi amigo serenó al escandalizado vendedor ambulante borrando, ante sus ojos, la fotografía tomada, no sin antes, claro, haberla guardado. Vayas cosas que aprenden estos por aquí, bromeábamos, comentando el episodio.
No sé cómo hubiera reaccionado yo ante esta situación, pensaba, hasta que he tenido ocasión de comprobarlo hoy sábado. 

Me dirigía a la estación de tren cámara en mano. El tiempo estaba cubierto, pero el persistente viento había abierto un par de brechas de sol. Al paso, me encuentro con la figura de un esquelético árbol más que propicia para que mi cámara la registrara. Me paro y percibo que alguien se detiene a mi lado. Al comprobar que ese alguien no pasaba, entendí que estaba esperando a que tomara la foto para no entorpecerme la toma. Me giro y veo que es un africano. Le digo que no se preocupe, que pase tranquilamente. Se muestra reticente y cuando por fin pasa delante de mí, se gira y me dice, agitando el dedo, que no se me ocurra fotografiarle, repitiéndomelo varias veces. Yo me quedo a cuadros. Hago un par de fotos más a la melancólica vegetación que crece a ambos lados de la carretera, colindando con la estrecha acera que conduce a la estación, y de pronto, el recuerdo del dedito amenazador del africano enciende mis resortes nerviosos y decido aclarar un par de palabras con el buen hombre. Lo encuentro en el andén de la estación hablando, para mi sorpresa, muy amigablemente con el empleado de seguridad.    
Me dirijo a él con la intención de aplastarlo, enterrarlo y sepultarlo. Lo primero que le espeto a la cara con contundencia es: Caballero, ¿sabe usted lo que es el arte?
El chico pega un salto, empieza a agitar los brazos, dice palabras confusas, entiendo que la idea que quiere comunicarme es que la foto que yo le he hecho dará la vuelta al mundo a través de internet. En ese momento el empleado de seguridad me dice que no puedo hacer fotografías a la gente. Entonces disparo mi ametralladora: no le hecho ninguna fotografía a nadie, ha sido él quien se ha dirigido a mí, si no quiere ser fotografiado será porque oculta algo, yo llevo haciendo fotografías hace más de veinte años y lo voy a seguir haciendo, voy a escribir todo esto en mi blog, te voy a pasar la dirección de mi blog para que lo compruebes. La guinda del pastel la pone un tipo mal encarado quien, apareciendo de pronto, dice que, viniendo en bicicleta, me ha visto hacer fotografías, que quién soy yo para ir fotografiando a la gente. De pronto me veo convertido casi en un delincuente. Ante la situación kafkiana que se está produciendo, al nuevo personaje sumado a la absurda discusión, le digo con el tono ya subido que haré las fotografías que me dé la real gana. Entonces el empleado de seguridad me dice que no le haga caso, que tiene algún problema psicológico y que no razona bien. Yo continúo hablando y digo que si hacer fotografías a un árbol o a las nubes es sospechoso, es que estamos todos locos ya. El empleado de seguridad sonríe y se retira. Yo también intento calmarme y me pongo a esperar el tren. A todo esto, el temeroso africano ha desaparecido, no está en ninguno de los dos andenes. Pensaba hablar algo más con él, intentar aclararle que soy un fotógrafo aficionado y no un policía, intentar, al menos, una reconciliación…

esto no es un subsahariano


La tontería amenazaba con echarme a perder la tarde. Y aunque  en Murcia había un ambiente estupendo porque festejaban el entierro de la sardina, cada vez que quería hacer una foto, veía los ojos de la multitud clavarse en mí, como si estuviera cometiendo algún tipo de pecado contra la inocente humanidad, desvalida ante el visor lujurioso de mi cámara.
El que un travesti de un metro noventa algo bebido se pusiera a hacerme preguntas confusas y el ver cómo un grupo de personas, megáfono en mano, mezclados con los pasacalles del entierro, le hacían escrache al presidente de la comunidad murciana, atenuaron el malestar de la foto imaginaria. Sí se puede, coreaban, y yo, mentalmente asentía: sí, sí se puede y se deben cambiar las condiciones que nos están empobreciendo y alienando a todos.  
Al llegar a casa no he hecho si no lamentar mi reacción con el subsahariano y reparar en el inframundo en que se encuentran los inmigrantes y los sin papeles.
La penetración  de ese discurso de estado policial virtual que el Gran Hermano ha implantado es tan secretamente aplastante y uniformante,  que  va a conseguir que se enfrenten los que son las víctimas primeras  del mismo y los que, perteneciendo a esta sociedad, estamos contra él.    

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