A veces es inútil consignar por escrito determinados estados de espíritu: o tu alborozo interior hace innecesaria toda confesión, o bien, el ingreso en el exacto y, a la vez, neblinoso mundo de las palabras, te tortura a la hora de elegir la más precisa y vibrátil conjunción sintagmática que exprese satisfactoriamente la complejidad que estás viviendo. Quizá por ello el poeta guste de sumergirse en todos los registros retóricos, para, haciéndose un maestro de tales herramientas, doblegar, dominar el lenguaje hasta que éste coincida con lo que se desa comunicar. De hecho, en el estro materializado del poeta, lenguaje y vivencia debieran ser una misma cosa. El poeta, como artesano de la palabra, dona un producto a la sociedad lectora : el poema. Y éste es tanto eso, un producto intelectual como una fisura abierta en el espacio desde la que mana una voz, un punto localizado de plenitud y extrañeza verbal. No obstante, repito, hay que sublimar dolores y naufragios para que lo que te afecte alcance la máxima recompensa en la forma de la escritura. La escritura da forma al caos desde donde se vive. Y hay poetas que se demoran, se abisman en ese proceso, poetas demasiado perezosos para llevar tal misión, siempre, a cabo.
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