martes, 6 de diciembre de 2011


VISIÓN
André Breton se despertó una mañana de 1920 en un estado de dulce embriaguez. Acababa de soñar con moles rosas que se desplazaban sobre un fondo de auroras verdes. Seguro de que aquel sueño, algo abstracto pero sugerente, plásticamente, determinaría el curso del día que le esperaba, dio un salto de la cama y se vistió sin apenas arrugar el traje. Salió a la calle y una brisa pasajera le salpicó la chaqueta de pequeños fulgores. Moteado de luz e impulsado por un rumor que venía tras de sí, tomó un autobús. Intentó sentarse, pero la cantidad de reflejos que penetraban en el interior del vehículo a través de los cristales, le hizo pensar en la inmaterialidad de la materia y decidió quedarse de pie, pensando que no le supondría ningún esfuerzo desplazarse por el espacio-tiempo simulando poseer la firmeza de un arbusto salvaje. Estando de pie e inclinándose un poco, adquiría perspectivas insólitas del conjunto de los pasajeros y de sus ubicaciones repectivas en los asientos, del mismo modo que Louis Aragon, en su día, mirando debajo de las mesas, descubría curiosas dimensiones de la realidad. La gente sentada formaba una especie de gran acordeón tornasolado de verde oliva, gris perla y azules agónicos. Los rostros eran medianamente serios, pero nadie pensaría que la gente que aquella mañana viajaba con Breton pudiera reducirse porque sí a una triste y manipulable uniformidad orgánica. Breton no tenía aquella mañana fijado un destino concreto. Pensaba encontrarse con unos amigos al otro lado del Sena. Algo parecía agitarse en los márgenes de la historia, y ello reclamaba dilucidaciones secretas, conciliábulos, sesiones de espiritismo o de inactividad organizada en torno a los grandes bulevares.Agitado por el movimiento del autobús y todavía estimulado por el confuso sueño de la mañana, divisó, de pronto, algo que le turbó. Había visto algo, no monstruoso ni espectacular, sino infrecuente, extraño, en los escaparates de una tienda, algo que lo singularizaba poderosamente con respecto al resto del entorno. De inmediato, pegó un grito que impactó como un ladrillo revestido de gomaespuma, en la cabeza del conductor, ordenándole que parase. La gente dio un respingo, viendo cómo Breton se abalanzaba, perdiéndose en la luz de afuera. El autobús partió y Breton se quedó frente a frente con su visión. Se aproximó al escaparate. Se trataba de la galería de arte Paul Guillaume, y lo que se supone que era aquello era una obra de arte más. La imagen representaba el busto de un hombre con mostachos, en primer plano, con la mirada entornada. Esta figura ocupaba casi la totalidad del cuadro. Detrás, se insinuaba un paisaje arquitectónico atemporal de columnas y galerías. Lo que a Breton le impactó era la tranquilidad de aquel absurdo, su inclasificabilidad genérica. Aquello no era exactamente un retrato, y menos aún, un paisaje. Parecía el fragmento intencionado de una pintura mayor que el artista hubiera renunciado a pintar. Pero tampoco. Aquél "fragmento" ya era lo suficientemente elocuente, tanto como para haber hecho bajar del autobús a un médico que descubría su vocación de poeta y profeta de los tiempos. Aquella aparente nadería producía un efecto desasosegante, se convertía en la simiente de asociaciones nuevas e insólitas, en el inicio de una gran aventura estética y emocional. Breton atravesó el umbral afelpado de la relativamente modesta galería y más patidifuso se quedó cuando el galerista le indicó el supuesto título de la pieza: "El cerebro de un niño". Su autor era un tal Giorgio De Chirico. "El cerebro de un niño", repitió Breton para sí, sonriendo y casi salibando ante la golosa empresa que se le venía encima. Dando vueltas como un sonámbulo por la galería, reparó en las auroras verdes de su sueño mañanero, y aceptó el reto: "La esfinge me mira", se dijo, "descifraré el enigma, la articulación de nuevos lenguajes". Días más tarde, adquirió el cuadro, y tras disfrutarlo en solitario, en su casa-buhardilla, decidió colocarlo en el mismo sitio que lo había visto, en el escaparate de la galería, con la intención de turbar a los paseantes, sin sospechar que produciría un impacto simétrico al suyo, ganando un acólito más para el movimiento estético que empezaría a extenderse por todo el mundo y que él lideraría: tres años después, un joven tan inteligente como conflictivo, Yves Tanguy, se bajaría, también, impetuosamente, de un autobús,en el mismo sitio, a la puerta de la galería, para mirar de cerca tan curiosa como aparentemente insípida imagen y confirmar su decisión de hacerse pintor.

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