jueves, 18 de noviembre de 2010


ANIVERSARIO BARTHESIANO

Se cumplen treinta años de la muerte - un poco absurda y prosaica - de Roland Barthes (fue atropellado por la furgoneta de una lavandería). Ubicar a Barthes en el estructuralismo o en las corrientes semiológicas que fructificaron en las décadas de los años 50, 60 y 70, uno de cuyos representantes sigue en activo hoy, Umberto Eco, no es hacer justicia con un autor que, precisamente, negó el carácter científico de toda semiótica, y que fue más un lúcido esteta del pensamiento, un enamorado de esa práctica artística que es la escritura. Con Barthes me ha ocurrido algo misterioso, eso que también he experimentado con los escritores, artistas o músicos, que me han fascinado por alguna razón, antes de descubrir verdaderamente su obra, como por ejemplo, con Paul Hindemith o con José Lezama Lima. Digamos que a Barthes lo intuí antes de haberlo leído, realmente. A lo primero que tuve acceso de Barthes fue a un párrafo de apenas ocho líneas de El grado cero de la escritura, citado en una publicación de carácter divulgativo de la editorial Salvat. Lo que decía ese párrafo y el hermético título bastaron para capturarme. El aspecto físico del propio Barthes desprendía un aura selecta que hacía juego con el misterioso epígrafe. Lo que me sorprende ahora, es que cuando fui leyendo sus libros, éstos fueron confirmando lo que yo había imaginado, más o menos, que consistiría su obra: no la de un lingüista, ni la de un filólogo exactamente, ni la de un filósofo, sino la de un escritor situado en un terreno medianero, colindante a todos estos.
Si lo que estructura nuestro pensar es el lenguaje, no fue sino éste el objetivo, la obsesión estético-teórica de Barthes. Se podría pensar que tal pasión lingüística es típica de la escuela racionalista gala. Pero en la obra de Barthes hay una elegancia, una permeabilidad, una implicación personal, una conciencia de la práctica erótica de la escritura, que la convierte antes en una brillante sucesión de pasajes ordenados que en un tratado, en una metapoética, al fin y al cabo, que en el discurso emanado de una sistematicidad que no cuente con las incidencias legítimas del sujeto como elemento pertinente en la interpretación. Por ello, sus textos brillan cuando aplica el pensamiento a cosas, es decir, cuando reflexiona sobre una película, sobre una novela, sobre cualquier objeto concreto. La semiótica no es, exactamente, un estudio de los símbolos, sino de las clases de signos. Barthes no se declara un hermeneuta, sino que se limita a la captación del flujo lógico de los signos. Pero es en el ámbito de la articulación de la significación y de la estructuración del lenguaje donde Barthes se permite aplicar su visor de sutilezas. Y para ello, puede servirle de excusa el examen de un grabado del siglo XVIII, la textura musical de una obra de Schubert, analizando lo que se siente al salir del cine, las impresiones que suscita en un occidental la escritura japonesa, o lo que ha significado históricamente la irrupción de la fotografía tanto en nuestro mirar como en nuestra relación con el mundo, la temporalidad y la muerte.
Obras tan atípicas como Fragmentos de un discurso amoroso o La cámara Lúcida no sólo demuestran la originalidad de su práctica reflexiva, sino que rezuman modernidad, son nuestros temas. Mi simpatía e interés por Barthes radican ahí: el hombre de ciencia que, cortésmente, descree de la jerarquía científica - "la monología del saber" - advirtiendo la movilidad de los códigos que ordenan nuestros conocimientos, combatiendo nuestra incansable tendencia al estereotipo; quien dice que "la claridad" en literatura es una aspiración tan retórica como lo es la de la "oscuridad", quien define demiúrgicamente el lenguaje como "un conjunto heteróclito y disparatado", o que sabiéndose condicionado por su pertenencia a una clase social, a una intelectualidad, evoca un concepto paradójico como refugio de su libertad interior: "La atopía, el habitáculo a la deriva".

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