jueves, 28 de febrero de 2008

La arena del reloj VI.


Dice Barthes que "no hay lenguaje escrito sin ostentación". Frase difícilmente rebatible. En el acto de escribir hay bastante presunción. En realidad, casi es intolerable que nos atrevamos a hacerlo, a consignar por escrito, nada más y nada menos que la verdad, lo que nos parece esto y aquello. Hemos olvidado lo que significaba ser un escriba en la antigüedad. Quizá la única escritura justificada o necesaria sería la de las leyes, una escritura sin autoría concreta, producto del consenso para el bien común. Todo lo demás son audacias, parlanchinerías. ¿Sería la conciencia de esa ostentación lo que hacía sentirse a Borges culpable de su oficio de escritor, ver en ello algo, en el fondo, frívolo? Quizá la única que se salve de la ostentación sea la poesía, por ese principio de humildad confesional, de desinterés que la rige, por ser en suma, el lenguaje de lo que está callado.


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Un tipo con cámara se convierte automáticamente en esclavo de la máquina. Grabará y filmará lo que la cámara le diga. Literalmente deja de existir: es un adminículo, un componente más del aparato.


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El devenir está produciendo nuevas lecturas del pasado, el devenir está generando ya el futuro. Y al mismo tiempo, el devenir no puede cómodamente predecirse. La última filosofía ha intentado ser un conocimiento del devenir, aunque la tarea actual de algunos filósofos (profesores universitarios) consista en publicar libros sobre la historia de la filosofía. Pero en esos libros, aparentemente formales, ya hay algún matiz, una rememoración de creación de ideas. Eso actualiza el carácter de esas ideas y lo que implican.


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Simplificando un poco, podríamos decir que un cuerpo es una multiplicidad de nexos harmónicamente activados. Lo mismo puede decirse de un texto (en tanto que leído) y de la música (cuando es interpretada).



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El que hoy nadie se escandalice por nada (o lo simule) resulta de lo más inquietante y lamentable. Lamentable porque la gente sí se escandaliza pero agacha la cabeza en un acto de sumisa asunción del alienante estado de cosas que vivimos. Ese callar que otorga, como recuerda el refrán, es un acto, un signo de derrota. Inquietante porque se confirma hasta qué grado es posible que estemos controlados, hasta qué punto la normalización de lo obsceno se ha impuesto en todos los estamentos y oficios: desde la política hasta el sexo, desde los programas de televisión hasta el último arte que sólo busca la provocación.

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